(Spencer Bonaventure Tracy; Milwaukee, 1900 - Beverly Hills, 1967) Actor estadounidense. Católico de ascendencia irlandesa, sus primeros estudios los realizó en varios colegios (su rebeldía le llevó a ser expulsado en numerosas ocasiones) hasta que entró en la Academia Marquette, un riguroso centro jesuita. Al estallar la Primera Guerra Mundial, sirvió en la Armada y, al concluir la misma, cuando aún no había cumplido los veinte años, se sintió atraído por el mundo de la interpretación dramática mientras estudiaba en el Ripon College, centro desde el que inició una gira por varias ciudades del país. Esta vocación le llevó a inscribirse como alumno en los cursos que se impartían en la Escuela de Arte Dramático de Nueva York.
Dio sus primeros pasos profesionales en Broadway, debutando en la obra R.U.R., en la que interpretó el extraño papel de un robot. Durante la década de los años veinte recorrió los Estados Unidos, haciendo multitud de papeles menores en obras como The Man Who Came Back, The Gipsy Trail, Page the Duke, etc., y colaborando en diferentes empresas teatrales, además de intervenir en algunos cortos de la Vitaphone, lo que le proporcionó una excelente experiencia para sus trabajos posteriores y un amplio conocimiento de los distintos recursos que debe tener un actor. Años más tarde, y tras el éxito que le proporcionó la obra The Last Mile, llegó a decir que lo importante para un actor es "salir a escena y procurar no tropezar con los muebles".
Su incorporación al cine tuvo lugar cuando el sonoro ya se había implantado en la producción hollywoodiense. Su primera oportunidad se la dio John Ford en Río arriba (1930), con la que cosechó un éxito que le permitió ver su nombre al lado de algunas de las bellezas del cine del momento: con Jean Harlow en Conducta desordenada (1932), de John W. Considine; y con Joan Bennett en Mi chica y yo (1932), de Raoul Walsh. En aquellos primeros años treinta inició la larga y fructífera carrera que habría de convertirle en uno de los actores más carismáticos de la historia del cine.
Su adicción al alcohol influyó notablemente en sus relaciones con la Fox, estudio que le ofreció todo tipo de papeles (además de prestarlo a la Warner para intervenir en varias películas) hasta que tuvo que rescindir el contrato por negarse el actor a seguir el ritmo que le habían impuesto. Logró un buen contrato con la Metro Goldwyn Mayer para la que continuó ofreciendo papeles de “duro” al tiempo que su calidad y buen hacer empezó a ofrecerle títulos emblemáticos que aumentaron su popularidad. Su colaboración con directores como Fritz Lang (Furia, 1936) o Victor Fleming (El extraño caso del Dr. Jekyll, 1941) son algunos ejemplos de su versatilidad y capacidad de adaptación a todo tipo de papeles.
Pasó más de veinte años con la Metro. Colaboró con actores, actrices y directores que le ayudaron a ser una de las estrellas más brillantes del firmamento hollywoodiense del momento. Su nivel interpretativo le permitió alcanzar numerosos éxitos y convertirse en uno de los actores más populares. San Francisco (1936), de W. S. Van Dyke, al lado de Clark Gable, y sobre todo su personaje de Manuel en Capitanes intrépidos (1937), de Victor Fleming (su primer Oscar), y el famoso padre Edward J. Flanagan en Forja de hombres (1938; su segundo Oscar) y La ciudad de los muchachos (1941), ambas de Norman Taurog, quedarán como algunas de las actuaciones más memorables del cine de todos los tiempos.
Es necesario resaltar en Tracy dos características que estuvieron directamente vinculadas con su capacidad para comunicar fácilmente con los espectadores. Una fue su aspecto físico, donde siempre representó más edad de la que realmente tenía (fue un canoso prematuro), lo que contribuyó a darle un aire de solemnidad, perfectamente compatible con la gran afabilidad que desprendía su fotogenia (de ahí que interpretara con frecuencia biografías de personajes históricos, y a abogados y jueces, entre otros).
Como consecuencia de lo anterior, Tracy tuvo dificultades para encarnar los personajes “malos” (algo que hizo en sus primeras películas), ya que no era aceptados en ellos por una gran mayoría del público, independientemente de que su trabajo fuese acertado o no. En definitiva, se convirtió en el actor favorito de los principales directores para interpretar personajes venerables o bondadosos, aunque tuvieran un punto de rebeldía que tan bien supo explotar el actor, contribuyendo con su buen hacer a imprimir un carácter único a cada una de sus interpretaciones.
En la cumbre de su carrera, la Metro emparejó a Spencer con una de las actrices más importantes de la época, Katharine Hepburn. Tras La mujer del año (1942), de George Stevens y guion de Garzón Kanin, consolidaron una intensa relación sentimental que se mantuvo con la mayor discreción en el siempre agitado panorama de Hollywood, y toda una serie de películas que dejaron una profunda huella en el buen hacer del cine clásico estadounidense, ya que si interesante resultó Mar de hierba (1947), de Elia Kazan, mejor fue El estado de la Unión (1948) y excelente y soberbia La costilla de Adán (1949), de George Cukor, con otro inteligente guión de Kanin.
Tras la fructífera relación artística y personal con Katharine Hepburn, Spencer consiguió demostrar que su buen hacer no había sido ocasional o de una época concreta de su trayectoria artística. Demostró la grandeza de su arte en sendas películas dirigidas por Vincente Minnelli (El padre de la novia, 1950; El padre es abuelo, 1951) y en varias de John Sturges (El caso O’Hara, 1951; Conspiración de silencio, 1955; El viejo y el mar, 1957), además de otros tres títulos en los que su impronta es, del mismo modo, inolvidable, todos de la mano del director Stanley Kramer, uno de sus mejores amigos: Vencedores o vencidos (1961), una espléndida narración de los juicios de Nuremberg; El mundo está loco, loco, loco (1963), la última demostración de su buen hacer en la comedia; y su testamento fílmico, en el que volvió a formar pareja con Katharine Hepburn, Adivina quién viene a cenar esta noche (1967), donde Tracy borda el papel del padre que debe demostrar su ausencia de prejuicios cuando su querida y encantadora hija, interpretada por Katherine Houghton, presenta a sus padres a su novio, un yerno perfecto con la única salvedad de que su piel es negra (papel interpretado por uno de los pocos actores negros que, en esta época, triunfaron en Hollywood, Sidney Poitier).
Tracy estuvo dotado tanto para el drama como para la comedia, para la acción y para la reflexión; su naturalidad ante las cámaras ha quedado como un ejemplo de arte dramático en el terreno cinematográfico. Está considerado como uno de los mejores actores que ha dado el cine en toda su historia, y sus películas avalan su distinción.