Y ocurrió que cierto día un santo monje budista llamado Shinram, extenuado por el calor y la fatiga de una larga caminata, fue a sentarse a la sombra acojedora del gran árbol. Y le dirigió al espléndido vegetal palabras de agradecimiento y admiración.
- Es evidente -le dijo- que debes gozar de la protección de algún poderoso dios, puesto que ni el huracán ni las ventiscas -que tan violentas son en el Tibet- han podido desbaratar tu magnífica melena, ni abatir tu soberbio tronco en el curso de los siglos. ¿Es acaso el mismo dios del Viento quien te protege?
- ¡Ni mucho menos! -contestó el árbol con altivez, sacudiendo sus frondas con un ruido semejante al trueno. Por ese lado te engañas anciano. Nunca me ha protegido ninguna divinidad, y menos aún el malignoViento, que no tiene amigos ni perdona a nadie.
- Entonces... -dijo el monje.
- Lo que sucede -interrumpió el árbol- es que nadie ni nada puede contra mí, por fuerte y poderoso que sea. Cuando el viento se desata furioso y arrolla con su ímpetu a los demás árboles, se detiene como agotado ante mi potencia y se retira, mudo y temeroso, deseando en su corazón que yo no me encolerice contra él y le castigue severamente.
Tales palabras llenas de soberbia y de necia jactancia, indignaron al bueno de Shinram. Mirando fijamente al soberbio árbol, el monje budista exclamó con acento indignado:
- ¿No te da verguenza? ¿Cómo te atreves, miserable vegetal, a emplear ese acento lleno de desprecio para con uno de los dioses más poderosos, que es el terror del universo?
Y poniéndose en pie, decidido a abandonar aquellos lugares, añadió:
- Me voy de aquí. Aunque cansado y deseoso de sombras y de frescura, no puedo detenerme ni un minuto más a hablar con un ser tan indigno y necio como tú.
Acto seguido marchose indignado, apoyándose en su grueso cayado y murmurando palabras de enojo contra al soberbio árbol.
Pero aún no había desaparecido en la lontananza, cuando el cielo se oscureció, la tierra se puso a temblar y presentose el Viento en persona con un espantoso silbido, agitando amenazadoramente sobre el árbol sus potentes brazos hechos de nubes.
Cuando el árbol vió al poderoso dios junto a él, se estremeció hasta sus más profundas raíces y en su fuero interno deseó no haber pronunciado jamás aquellas insensatas palabras.
- ¿Qué tal arbolito? -aulló el Viento- ¡Así que yo no soy bastante potente para ti ! ¡Ja, ja!
Y al reir todos los árboles del bosque se doblegaron aterrorizados hasta el suelo. El Viento prosiguió diciendo malhumorado:
- ¡Muy bien! ¡De manera que te tengo miedo! ¿No sabes que si yo quisiera te derribaría en un instante como al más pequeño de los arbustos? Si ahora te he perdonado la vida, ingrato, y te he conservado intacto durante siglos, es porque en la noche de los tiempos, cuando el mundo era todavía en gran parte un caos, el dios Brahma, cansado del trabajo de la creación del mundo, vino a reposar a tu sombra. ¿No lo sabías acaso?
- No, no lo sabía -acertó a murmurar el árbol.
- Y a sido precisamente en memoria de aquel hecho -agregó el Viento- por lo que te he concedido la vida hasta hoy. Pero tú me has insultado, me has ultrajado y por eso mereces el castigo más atroz. Pero no lo aplicaré ahora, sino mañana.
- ¡Perdón! -suplicó el árbol- ¡Te prometo no volver a hacerlo!
Pero el Viento, sin hacer caso de esa súplica, prosiguió en tono amenazador:
- Quiero castigarte a la luz del sol para que todos puedan ver cómo el Viento trata a los ingratos y soberbios. ¡Hasta mañana!
Y tras haber lanzado un último silbido que abatió a los árboles de la selva y heló a las fieras en el fondo de sus guaridas, desapareció tan rápidamente como había venido.
Poco después vino la noche y el silencio y las tinieblas envolviron al mundo. Todas las plantas se adormecieron rendidas y temerosas. ¡Sólo el árbol del Himalaya velaba en su angustia! Y, acongojado, decía para sí:
"¡Qué a gusto me desdeciría de cuanto he dicho al monje budista y me retractaría de todo! ¡Ahora quién sabe lo que me espera! Probablemente seré arrancado de cuajo, hecho pedazos y triturado; mi tronco y mis ramas serán esparcidas por la selva, marchitos y secos, y sólo serán útiles para arder en una hoguera. ¡Después de tantos siglos de vida y de reinado, seré borrado de la faz de la tierra...!"
Pero a medida que iba meditando en estas cosas, se le ocurrió que tal vez existía un remedio heroico, una última esperanza de sobrevivir: resistiendo la furia del Viento.
- Sí -murmuró el árbol- despojado de todas mis ramas y de todas mis hojas, podré resistir mejor los embates de mi enemigo.
Y así lo hizo seguidamente. En un momento se despojó de todas las ramas, se arrancó hasta la última hoja y las primeras horas del alba encontraron un miserble tronco mutilado y desnudo.
Unos momentos después se presentó el Viento. Venía lleno de cólera y deseoso de vengarse. Pero entonces ocurrió algo sorprendente.
Cuando el dios estuvo junto al árbol y lo vió sin hojas su cólera se desvaneció instantáneamente y comenzó a reir con una risa primero breve y queda, luego fuerte y sonora, que invadió toda la tierra y la sacudió hasta sus cimientos.
Por fin, una vez recobrado el aliento dijo con ironía.
- ¡En verdad que no te conozco, árbol soberbio! El castigo que tú mismo te has infligido ha sido mucho más atroz que el que yo habría podido aplicarte con toda la fuerza de mi cólera. Ahora eres un espectáculo realmente grotesco, porque todos se reirán de ti: los animales y las plantas, los hombres y también los dioses. ¿Que mayor venganza contra un soberbio y necio como tú? ¡Ja, ja!
Y profiriendo sonoras carcajadas regresó a la áurea morada de los dioses, dejanto al árbol triste y humillado.