El tiempo pasó y Vainaminen, siempre sumido en contemplaciones, se hizo viejo. Por fin posó los pies sobre el suelo de la tierra, la única que entonces existía, una isla surgida en el centro de las aguas. Al mirar su continente desierto, Vainamoinen pensó que había que adornar un poco esta tierra que él había creado y se puso a reflexionar sobre la manera cómo había de esparcir las semillas para que fructificasen y se reprodujesen. Meditando sobre ello, empezó a sembrar la tierra, con la espalda encorvada sembró todo el mundo conocido, hasta las zonas más rocosas. Fue él quien plantó los pinos en las colinas, los pinabetes en las faldas de las montañas; quien esparció la niebla en las calles y sembró el jenjibre cerca de las rocas, para que estuviese protegido. Las semillas fueron creciendo, y al poco tiempo los árboles extendían al cielo sus mil y mil formas diferentes. Vainamoinen, una vez que acabó su obra, se sentó para contemplarla y ordenó a Sampsa que se cuidase de la Tierra y a Pellerve que continuase la siembra por los campos del mundo. Todo progresaba, a excepción del roble; éste no crecía, no tenía apenas tronco, las raíces no prendían en el terreno. Vainamoinen le abandonó a su suerte, aunque continuó su inspección. Tres días, con sus noches, esperó, y entonces volvió a ver el roble, el árbol divino; pero éste seguía igual que lo había dejado. De pronto miró hacia el mar y vio que en la costa, en un verde prado, tres vírgenes marinas estaban jugando y encendían un fuego con las hierbas que él había sembrado. Vainamoinen se acercó sin ser visto al brumoso promontorio. Así, mirando y meditando, supo cómo había de salvar al árbol sin raíces, al roble. Volvióse raudo, temiendo llegar tarde, y con un fuego de cien veces poderoso calcinó una parte del prado. Una vez que se hubo consumido, recogió las cenizas, y con esta tierra cien veces fértil cubrió la semilla del roble tardío. Pasados unos momentos, de repente, surgió de la tierra un tallo verdoso que pugnaba por asir el Sol. A cada segundo, el roble se remontaba más hacia las nubes, hasta que sus fuertes ramas impedían el paso de la luz solar. Cambió el semblante la faz de Vainamoinen al ver lo que estaba ocurriendo. El resplandor del Sol ya no llegaba a la Tierra, ni tampoco los suaves rayos de la Luna; el poderoso roble lo había cubierto todo bajo sus inmensas ramas.
¡Quién -pensaba Vainamoinen- será capaz de talar este coloso que amenaza la existencia del mundo! El hombre, sin luz, no puede vivir; el pájaro morirá, el pez se volverá tenebroso, y a todo esto, no hay un hombre con suficiente vigor que rompa, corte o tale este roble.
Entonces, viendo que el mundo era inepto para cuidar de sí mismo, habló de la siguiente manera:
- Luonnotar, divina madre; tú que me trajiste al mundo, envíame uno de tus héroes; tú, que tantos tienes, para abatir a este roble gigante; que derribe esta planta funesta que impide la llegada del Sol, que tapa el rielar de la Luna.
Un hombre salió del mar, un héroe pisó las ondas. En verdad que no era muy alto; más bien diminuto. Largo como un dedo pulgar. Llevaba un casco de cobre; guantes del mismo material; fuerte cinturón de fino cuero le rodeaba el talle; colgada traía un hacha. El gnomo era como una pulga; el trinchante como una uña.
El hacedor, al verlo, se expresó así:
- Este hombre, por su aspecto, tiene mirada y gestos de héroes; pero no es mas grande que una pulga. ¿Qué rango tienes entre los hombres? ¿Qué haces entre ellos que está pálido como un difunto?
Así habló Vainamoinen, el minúsculo ser contestó al creador del mundo:
- Soy un hombre como los demás; mas soy un héroe del mar y vengo para talar el árbol, ese roble rebelde que tapa la luz del Sol.
Vainamoinen le respondió:
- ¿Tú crees, oh pequeño ser, que podrás cumplir tal misión?
Al decir esto, el maestro observó cómo el enano se iba transformando. Los pies bien es verdad que los tenía en la tierra; pero la cabeza daba ya en las nubes; larga y fuerte barba le cubría hasta las rodillas. El nuevo gigante cogió su hacha colosal, que afiló con ayuda de ocho piedras, para poder recorrer todo el filo. Se dirigió hacia el punto donde estaba el roble. Al primer paso, llegó a las arenas de la playa y las doró; al segundo, tocó la tierra y brotaron las espigas de trigo; al tercero se plantó delante del roble gigante, enarboló el hacha, la hizo silbar en el aire, dio un golpe, dos, tres, y el monstruoso árbol cayó de sus alturas y yace ahora en la tierra, con su orgullo perdido para siempre. Cuentan que la copa cayó hasta el Este; la mitad alta, hacia el Occidente; las ramas, al Mediodía, y que trozos de él se vieron al Norte. Por fin el Sol volvió a iluminar el mundo; la Luna, a alumbrar a los enamorados, y el arco iris pudo demostrar cuán bellos colores poseía.
Los ruiseñores fueron los primeros en captar alabanzas para festejar tan fausto suceso; los demás seres y aves siguieron a tono, llenando los aires de gracias por haber sido salvados de una muerte certera.
El anciano Vainamoinen, viendo que todo estaba otra vez en orden, púsose a pasear a orillas de su mar azul, tan querido.
Sobre las arenas doradas encontró seis semillas; con mucho tiento las recogió y las guardó en un cofrecito de oro incrustado de piedras preciosas.
Entonces, el Señor de señores se forjó un hacha de doble filo y taló todos los árboles frondosos; no dejó más que uno, para que los pájaros pudiesen descansar, para que las golondrinas pudiesen anidar tras de sus largas peregrinaciones.
El águila real, al ver tan soberbio ejemplar, se regocijó y posó sobre una rama.
Vainamoinen sacó las seis semillas y, encorvándose sobre la tierra, las sembró e imploró al dios supremo Ukko, padre de todos los cielos, que protegiese su nueva obra.
Pasó el tiempo, y Vainamoinen volvió para observar cómo iba su nueva creación, y vio que las seis semillas preciadas habían germinado y que la floresta había crecido más bella que nunca, más frondosa que antes. Ya el roble había vuelto a crecer, y así le nombró rey de los árboles, protector de la especie humana. El árbol se hizo milenario y cuentan que todavía existe, para proteger a los pájaros, para ocultar sus nidos y esparcir la sombra sobre el caminante que huye de los rayos abrasadores del Sol.