martes, 17 de mayo de 2011

Campo de amapolas


Campos de amapolas

Se encontraba en un lugar desconocido, aunque por alguna razón había algo familiar en aquel campo de amapolas que le provocaba cierto desconcierto, una intranquilidad de la que no podía escapar por más que intentase pensar en cómo había llegado allí, un estado que pronto se iba a ir acentuando hasta llegar a límites insospechados y, quizás, trágicos.
Pero de momento lo que le molestaba era esa sensación de no saber donde estaba, de no saber como cojones había llegado hasta allí, de no recordar absolutamente nada de su pasado.
Se miró las palmas de las manos como quien espera una contestación, un resquicio de lo que sea, un atisbo de respuesta ante las dudas que le empezaban a corroer.
Quizás el campo de amapolas le resultaba familiar por haberlo visto en algún cuadro, pero ni tan siquiera podía asegurar haber visto en su vida un lienzo, ni tan siquiera sabría decir en esos momentos si le gustaba o no la pintura.
Cogió una flor y le arrancó un pétalo. Era real, o por lo menos eso parecía al tacto. Se lo metió en la boca y lo saboreó, o por lo menos lo intentó. Lo escupió, era seco e insípido, pero por lo menos ahora sí estaba seguro que todas aquellas flores rojas que lo rodeaban eran reales. Aunque tampoco era un rojo como el que recordaba, si es que recordaba algún otro rojo, más bien era como..., sí, que coño, era como el color de la sangre, miles de gotas de sangre esparcidas sobre un manto verde.
Necesitaba respuestas y las necesitaba ya, se estaba poniendo de mala ostia, y lo que era peor y todavía no se atrevía a admitir, tenía miedo.
Se miró otra vez las palmas de las manos y se pegó una bofetada a sí mismo por lo absurdo del acto, así no iba a conseguir nada, mirándose como un bobo las manos esperando que estas le contasen una historia.
Oteó el horizonte y no descubrió nada, ni una simple cordillera, ni la visión de una ciudad.
Se quedó en silencio y las alarmas de su miedo saltaron todas a la vez. Tampoco había pájaros, ni ruido alguno. Solos, el campo de amapolas y él.
Se sentó entre las flores y la hierba y se descubrió temblando, a punto de llorar.
Ahora sí.
Tenía miedo.
Fijó la vista en una flor y le pareció que ella hacía lo mismo con él, empezó a mirar a su alrededor y le pareció que todas las flores le observaban, se giraba y ellas hacían lo mismo, siempre observándole.
Empezó a correr y a gritar pero ese grito acompañado de silencio le pareció lo más terrible que había escuchado nunca.
Seguía corriendo y temblando, todas y cada una de las flores parecían correr tras él. Su vejiga se aflojó y no pudo evitar que un chorro de orina se deslizase por sus pantalones. Las flores se rieron y en sus pétalos aparecieron unos dientes puntiagudos.
Se tropezó y pudo ver a las amapolas arrojarse sobre él, intentando morderle, intentando matarlo. Pudo incluso ver como el color de sus pétalos se hacía líquido y a cada movimiento salían despedidas gotas rojas.
Como la sangre.
Empezó a gritar a llorar, a implorar que alguien lo sacase de allí.
Cuando alguien llegó ya fue demasiado tarde. No pudieron hacer nada por él, el corte en las venas había sido profundo e irregular, se desangró en unos minutos perdiendo la vida.
En el suelo del baño, color verde, miles de gotas de sangre quedaron esparcidas, y todos los que lo vieron, por un momento, tuvieron la visión de un campo lleno de amapolas