Westerschouwen fue en tiempos pasados un gran puerto pesquero. Sus naves
atravesaban en todas direcciones el mar del Norte y traían ricos cargamentos de
pescado. Esto hizo que sus habitantes se volvieran tan soberbios por su gran
conocimiento del mar, que frecuentemente solían decir: «Nosotros somos los
dueños del mar. ¿En qué parte del mundo se puede encontrar unos pescadores como
los de Westerschouwen?»
Un día que un grupo de estos pescadores estaba en sus botes, mar adentro,
al sacar las redes encontraron en ellas una hermosa sirena.
- ¡Oh, dejadme escapar, buena gente! - suplicó.
Pero los pescadores, insensibles a los ruegos de la sirena, la metieron en
la barca, para llevarla a tierra y enseñarla a la gente de su pueblo.
En el camino se fueron burlando de ella despiadadamente.
- ¡Por favor - repetía la sirena -, dejadme marchar, que yo sabré
recompensaros!
Pero por toda respuesta los pescadores reían estrepitosamente de sus
ofrecimientos. Entonces una voz desgarradora se dejó oír desde lo profundo
del mar.
- ¡Es el tritón! - exclamaron los pescadores, con una risa burlona -.
Miradle: allí está flotando, con su pequeño en brazos.
Efectivamente, el tritón surgía del agua con su cabellera verde, como las
olas, y con el rostro cobrizo. En brazos llevaba a su hijito. Al verlos, la
sirena extendió sus brazos amorosamente hacia ellos.
- ¡Devolvédmela! - gritó el tritón, llorando -. ¡Éramos tan felices con
nuestro pequeño! ¿Qué vais a hacer con ella? ¡Morirá en cuanto toque tierra!
Pero los pescadores, sin contestarle, siguieron navegando hacia el puerto.
Una y otra vez el tritón aparecía sobre el agua, mirando con pena a su
querida esposa, mientras ella, con los ojos llenos de lágrimas, trataba de
contemplarlo a través de la red.
Cuando llegaron a la playa, los pescadores saltaron a tierra. Los esperaban
sus mujeres e hijos, con gran alborozo. Entonces, sacando la red, la exhibieron
ante todos, para que contemplaran a la sirena, mientras el tritón, en la
orilla, extendiendo sus brazos con desesperación, nadaba, gritando:
- ¡Escuchadme, pescadores! Nosotros vivimos en el fondo del mar, en una
casita hecha de conchas blancas, azules y doradas, que la sirena y yo hemos ido
recogiendo amorosamente. Tenemos un hijito que es nuestra alegría. ¿Vais a
permitir que ella muera en tierra? ¡Tened piedad!
Pero los hombres y las mujeres gritaban alegremente, sin hacerle ningún
caso, mientras arrastraban a la sirena, encerrada en la red, hasta el faro
próximo, donde la abandonaron. Al poco tiempo, la pobre sirena murió.
El tritón, loco de desesperación, trataba de acercarse todo lo que podía al
faro, vigilando a su querida esposa, mientras los pescadores se burlaban de él,
diciendo:
- ¿En qué puedes tú dañarnos? No posees espadas, ni flechas, ni nada con
que hacernos mal.
El tritón no comprendía sus gritos y la dureza de sus corazones; pero tenía
el suyo lleno de odio, dolor y venganza. De pronto empezó a hundirse, y de
nuevo salía a la superficie transportando algas y arena. Con ellas fue
rellenando los fondos de la orilla del mar, y en pocas horas las vías de salida
de los barcos del puerto quedaron completamente obstruidas.
Entonces, el tritón, nadando lentamente, se alejó con su niño hacia su
casita de conchas azules, blancas y doradas, y nunca más volvió a
Westerschouwen.
La arena y las algas, lenta y silenciosamente, iban siendo arrojadas a la
playa por la marea, llegando a bloquear el puerto y encallando las
embarcaciones que se hallaban en él.
Poco después, las tempestades v el viento empujaban la arena hasta cubrir
las casas y las calles de Westerschouwen. Hasta que al fin tan imposible se
hizo allí la vida, que los orgullosos pescadores tuvieron que abandonar la
ciudad.
Sin embargo, la arena no invadió el faro, donde la sirena había muerto, y
las olas, que tenían el color del pelo del tritón, siguieron meciendo
dulcemente aquellos lugares.